Atese el cinturón de seguridad y luego (si puede) mírela con atención. No hay truco. No es silueta montada en estudio para simular el último minuto de un surfista. Es un hombre. Y es una ola. Ambos al mango. Ella no puede ser más ola de lo que es. Y él, más demente. Es una fotografía de primera agua (sic) tomada por Vic Bothma de EFE en arrecifes próximos a Ciudad del Cabo, en Sudáfrica. A Vic no lo mojó ni una gota. Fue el tercero invisible de la imagen. La capturó sentado y sin que le zumbara adrenalina alguna. Se valió de un teleobjetivo. Ojo supermágico capaz de ver a una pulga rascándose a 100 metros de la cámara.Aquí se trata de la ola. Del hombre delante de la ola. Corrido por la ola. Cuesta mirarla sin que se sume el escalofrío. Al menos al principio. Superada la incredulidad (algunos dudarán siempre) aparecen las muchas lecturas simbólicas que despierta el aparente perseguido y esa fiera magnificencia a punto de deglutir al temerario.
De poder congelar la escena (y aun así, superar el pavor) y situarnos entre hombre y ola para descubrir otra forma de escape comprobaríamos que solo hay las que hay. Dos. Ser el surfista Greg Long. O (como siempre que algo insalvable se nos opone) la esperanza. No es ilusión. La esperanza es más grande que una ola. Incluso que esta Ola.
Esta imagen nos prueba de que es posible sonreir aun frente al caos. Si este surfista hace esto (y lo hace) bien puede suponerse que el Apocalipsis poco podrá con nosotros. El haber sido anfibios en el acuoso comienzo de la familia terrestre no aseguraba nada. Se trataba de probar si aquellas primeras almejas devenidas humanas eran capaces de soportar en 2006 una tromba así sobre una espalda. Y sí que puede. Está chequeado. Greg sigue vivo.
Conjeturas y metáforas puede haber mil. Si un terrícola es capaz de esta hazaña (que significa no otra cosa que hacer algo muy, pero muy grande) si realiza esto frente a una ola que en proporción es siete veces más alta, es que todo es posible. Que acabe de una buena vez el contencioso del Próximo y del Medio Oriente. Que los terrorismos dejen de ser la costumbre cotidiana 2006. Que Condolezza Rice desactive la sinuosa pantera interior que recorre su espina dorsal. Y hasta que los Fernández se pongan en vereda. (Y acto seguido, por DNU, Kirchner ponga en vereda a su desaforado operador D’Elía)
Si bien el mar siempre fue el mar y Gaia tiene palpitaciones que solo sus entrañas conocen, al tamaño de esta ola hay que rastrearlo en el cambio de humor planetario por empeñarse la especie en “calentar el ambiente”. O lo que da en llamarse “el calentamiento global”. Chismes de la familia solar señalan que esto no nos viene de afuera. La cosa es nostra. O de tanto chupar petróleo las placas tectónica se van de banda o de tanto incendiar el aire seguimos abriendo el agujero de ozono. Hueco que es 10 veces más grande que el territorio argentino pues ya superó los 30 millones de kilómetros cuadrados.
Pero de seguir mirando solo el frente de la ola acabaremos como la liebre de la ruta. Si ella supiera que detrás de los focos viene un camión de 18 toneladas se quedaría en la banquina a verlo pasar, luego llamaría a una asamblea de liebres despistadas y por último se crearía tal conciencia lebrera que ninguna más terminaría sus días en la parrilla del destino. Por eso es aconsejable ir ejercitándonos en eludir los impactos de las olas que nos baten de la mañana a la noche. A nosotros, pobres cristos, nadie nos enseñó a surfear sobre los altibajos sorpresivos de la historia. Nos queda ahogarnos o inventar un deporte social que permita (como al surfista) eludir a los monstruos que se esmeran en echarnos encima olas gigantes cada día.
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